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Postal Urbana

Capítulo III: Tallarínes en Japón

Conocer un lugar significa también comérselo.


Una de las razones que me motivan a viajar es probar la comida de los lugares. Cada ciudad tiene su sabor. Entre los motivos para visitar Japón era comer tallarines, ya fuera en una barra o de pie, repetir las imágenes vistas en películas y caricaturas, sentirse el mago Biscus de Lalabel un rato.

Cuando comí el primer plato de ramen en Tokio no sabía que me enamoraría de los tallarines y que viviría nostalgias del estómago. Deliciosa pasta recién hecha en agua realmente hirviendo, caldo mágico de enormes calderos, algo de carne de cerdo cruda o huevo crudo cociéndose al instante. Olor maravilloso, panza llena, corazón contento.

El primer ramen fue la noche que llegué, en el barrio de Asakusa, en Tokio, en un local y en la barra; en Osaka comí fideos udon de pie en un local donde sólo se hablaba japonés y comí ramen picantes sentado bebiendo cerveza con los amigos; casi al final del viaje hubo otro ramen, no muy rico, cerca de la estación de Ueno, con pedazos de bambú y con mucha tristeza en su aroma; lo último que comí en Japón fue un plato ramen en Narita bajo el sol.


En Fukuoka comí los más deliciosos yaki-ramen en un yatai en la calle junto al río. De éstos ramen al estilo hakata sólo queda la memoria ya que las fotos salieron malas y obscuras pero fue el plato más rico y más disfrutado de todos, la noche, el canto hipnótico del vendedor de ramen (do dó, do dó, repetido como mantra), el río, la cerveza, poder sorber con entusiasmo copiando las costumbres locales (aunque fui violentamente reprimido por mis compañeros de viaje).

Hubo otros tres amores de estómago: el ramen de Yokohama, con su flor de materia extraña decorando (ahora, años después sé que esa materia se llama “naruto”), su caldo espeso, su carne mucha y deliciosa, los japoneses que llegaban a ese mismo local en el Museo del Ramen y que comían y sorbían felices. El ramen de Kioto, del primer día en esa ciudad milenaria, cuando el hambre era enorme y el plato más, con mucha carne y cebollino, con arroz para acompañar y unas ollas maravillosas llenas de caldo (que vimos con tristeza como el cocinero (quien parecía contento por haber ganado en una carrera de caballos) tiraba el caldo viejo al piso del restaurante). El ramen de Shinjuku la última noche, tras caminar todo el día y encontrar a los amigos en plena calle de Shinjuku sin buscarlos, el ramen delicioso con huevo y mucha carne de cerdo, al cocinero al que los amigos regalaron algunos objetos mexicanos en agradecimiento a la delicia que había preparado.

En ese viaje comí sushi y otras cosas japonesas (¡Okonomiyaki! ¡Takoyaki! ¡botanas sorpresa!), pero realmente la felicidad la encontré en esos fideos, una y otra vez. Mi juego imaginario de pretender ser el mago Biscus me sobrepasó.


Biscus Mexicano

Miembro Fundador de Gorditos anónimos

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