Nací en Bogotá, Colombia, y hace poco más de siete años, salí de allí con la idea de viajar por Suramérica durante seis meses, pero debo confesar que he llegado a toda suerte de lugares, menos a los próximos al sur de mi país por donde podría salir hacia esa parte del continente. No obstante, gracias a ese sueño, he podido aceptar el azar y la intuición para poder ver nuevos paisajes, conocer diferentes personas y formas de pensar. Y aunque llevo viviendo varios años en Medellín, no siento que esta es la ciudad definitiva para mí, pues no he parado de transitar por diversos lugares, algunos por motivos de trabajo, otros por deseo o por simple y llana casualidad.
En ocasiones, cuando voy de visita a Bogotá a algunos “rolos”-como nos dicen a quienes nacimos allí- parece molestarles mi desdibujado acento cachaco, asumiendo con ello que no quiero mi ciudad natal. También se ha dado el caso, cuando converso con personas de otras ciudades del país y les cuento que llevo algún tiempo allí, asumen como si yo quisiera desconocer mi lugar de origen y buscan que empatice con su inclinación a pensar que dicho lugar es mejor que Bogotá. Y bueno… ni lo uno ni lo otro, pues me considero ciudadana de cualquier parte del mundo donde me encuentre.
Es extraño, en algunas situaciones la globalización está a nuestra merced en todo tipo de objetos que usamos–incluso innecesarios o con un costo ambiental nada favorable-, viniendo de lugares que desconocemos o con una idea limitada, pero cuando de idiosincrasia se trata, nuestra mentalidad es la frontera más peligrosa, donde trazamos una línea divisoria impermeable que nos divide y confronta constantemente entre continentes, países vecinos, ciudadanos de un mismo país, vecinos del mismo barrio o familiares.
Para dar cuenta en pocas líneas del espíritu que ha motivado mis travesías por diferentes lugares –no solo ciudades- de Colombia, y fuera de ella, recurriré a una idea presentada en una de mis propuestas de recorridos urbanos: “La ciudad donde vivimos es como un ser vivo, tiene forma e identidad propia y nos da un lugar como sujetos individuales y colectivos, pero también quienes la habitamos, incidimos en ella y la llenamos de sentidos mediante nuestras formas de ocuparla y transitarla”.
La metáfora de la ciudad como un ser vivo ha sido para mí la mejor manera de establecer esa relación con el lugar que nos acoge, pues es una revisión constante no solo del otro y de lo otro para criticarlo o alagarlo, sino también de la manera en que nos involucramos para construir nociones o juicios, tal cual como pasa en nuestras relaciones personales en el día a día. Digamos entonces que para conocer una ciudad ocurre algo parecido a la forma mediante la cual conoces gente.
A lo que voy con esta metáfora es a tratar de explicar que aprecio las relaciones profundas, pero que para que se dé cierto grado de intimidad es necesario una simbiosis, es decir, esa relación estrecha y persistente entre organismos de diferentes especies en la que, en este caso, la ciudad y el ciudadano se benefician pero también puedan llegar a beneficiar a otros, pues no solo cuentan las ganancias individuales.
Cuando comenzamos a conocer a alguien, de entrada cada quien hará gala de sus mejores dotes y cualidades, casi que vendiéndonos como la mejor opción, pero todos tenemos una historia, miedos, sueños, resistencias, luchas, metas, conflictos…y es eso precisamente lo que me encanta descubrir también en la ciudad, no únicamente su “zona rosa”, así como no solo tu ropa bonita, el aroma perfumado, los postizos que no te pertenecen pero que a toda costa los impones y quieres hacerlos ver como naturales, los modales refinados, los títulos para demostrar que eres educado, la seguridad a toda costa y otros tantos aspectos que crean la ilusión de que eres un modelo perfecto.
Entonces en estos tiempos fugaces, de escasa calidad de vida y consumo desmedido: ¿cómo establecer una relación profunda con la ciudad? Para mí, el secreto está en el volver a sentir, y ello requiere tiempo. Toma tiempo descubrir lugares que a pesar de la sobre estimulación visual en la que vivimos, al cerrar los ojos, puedas captar sus historias. Toma tiempo descubrir que cada lugar tiene un telón de fondo olfativo como dice Diane Ackerman en Historia natural de los sentidos y que será esta la clave para que se grabe en tu memoria y después puedas revivirla. Toma tiempo rozar la piel de la ciudad, descubrir sus texturas y ahondar en otras pieles para entrar en con-tacto. Toma tiempo escuchar lo que un lugar nos grita, sin interponer tus juicios, para después iniciar un diálogo. Toma tiempo dejarse seducir por los sabores, los besos y los nombres de las cosas.
Volver a sentir la ciudad nos permite relacionarnos y entender el entorno dotándolo de nuevos significados gracias a la riqueza cultural, patrimonial, humana, social y ambiental del territorio, y es allí cuando tú también puedes comenzar a intervenir. Una ciudad como una persona no está dispuesta solamente para ti –o tú para ella- presta a consumir, pues una vez que has intimado con ella, comienza la transformación -en ella y en ti- porque expresas tus aportes y haces de sus espacios lugares para potenciar ideas que puedes compartir con otros, entonces dejas de consumir ciudad para producir ciudadanía, ya que esta no es el insumo exclusivo de políticos, urbanistas, artistas, entre otros. Sientes la necesidad de retribuirle, de devolverle, de mimarla, de ponerla más bonita, de hacerte sentir sintiéndola; gestas experiencias vitales para nutrir el afecto, el entendimiento y la creación, en la que desvistes el miedo y abrazas espacios donde otros también se sienten implicados.
Para mí, la identidad con la ciudad más allá del lugar de origen o establecimiento, es un acto de amor y agradecimiento, en el que te da la oportunidad de construir tu vida como una obra de arte: auténtica, honesta, irrepetible. Se me ocurre que al mejor estilo de la revista Tú, podríamos hacer un test para descubrir qué tipo de relación estableces con la ciudad que habitas, revisando tu cotidianidad, los lugares que frecuentas, los diálogos que entablas, la diversidad que aceptas, así podrías entender si es el tipo de relación que quieres, con la que te sientes cómodo o estás dispuesto a cambiar.
Por esta manera de intimar con mi entrono, cuando me dicen que conozco una ciudad más que sus propios habitantes, se me dibuja una sonrisa porque siento que he logrado derrotar el miedo a la rutina y los convencionalismos.
Gina Paola Quintero Morales, Medellín, Colombia.
Ilustración: Jhon Goma
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