(Capítulo I de: Janick Sperluette. Narración de hechos reales, de Charo Salamanca).
A mis tres años de edad era una niña inteligente, arriesgada y soñadora. Mi madre, muy cariñosa conmigo, a menudo me contaba cuentos y cantaba canciones que me hacían volar. Yo imaginaba al frágil Pimpón lavando con cuidado su carita de cartón y a la Caperucita huyendo del Lobo en un bosque lleno de belleza. Lograba sentir el aroma y la textura del chocolate hecho con molinillo mencionado en aquel canto infantil llamado “El patio de mi casa”. No sólo fantaseaba, también me gustaba ir en busca de aventuras reales, como apaciguar el calor metiéndome en una tina de agua fría al aire libre sin descalzarme ni quitarme la ropa, o trepar por el castillo de una pared en construcción y subir a la azotea hacia la vivienda de mi tía, a lado de la nuestra. Un día salí sola a la calle con una mochila al hombro y, sin permiso, entré a la escuela primaria más cercana, quería aprender cosas nuevas, pasé a un salón donde no había gente, vi mapas enormes, reglas, libros y más objetos interesantes de todos colores; pero una maestra no tardó en detectar a la pequeña intrusa y, amable y preocupada, me pidió retirarme. Osaba mucho y tuve suerte de no sufrir algún percance.
Dentro de esa etapa de inocencia, previa a cumplir los cuatro años, mi madre me regaló una confesión asombrosa. Pudiera creerse que a tan corta edad fue una imprudencia decirme aquello que platicaré ahora, sin embargo, resultó el mejor momento para saberlo, por la forma en que lo viví en esa época de ensueño. Decidió revelarme que su esposo, el padre de mi hermana menor, no era el mío. Pero lo fascinante fue enterarme que había un señor que sí era mi “verdadero” padre, que no supo que ella tuvo una hija suya, un padre de quien me habló cosas lindas. ¡Qué mágico descubrimiento! Como recibir una caja de sorpresas de la que podían emerger infinidad de maravillas, pues existía una persona que, de conocerme, estaría ahí a mi lado brindándome más felicidad y, seguro, lo haría más adelante.
Durante mi niñez, a veces, antes de dormir, mientras la tenue luz de la luna asomaba por las rendijas de la habitación, dedicaba ratos agradables a pensar en mi desconocido papá. Tal vez trabajaba en una hermosa oficina portando una elegante vestimenta, quizá viajaba en uno de sus aviones, o en un platillo volador en el que un día me llevaría a pasear; porque en mi mente él era un hombre tan adinerado y poderoso, que podía comprar artefactos de otro planeta y, por supuesto, alguna vez me compartiría sus tesoros.
Suponía que había un mar de tiempo por delante para disfrutar de todo aquello que llegaría con el encuentro de mi padre, un inmenso mar. En ese entonces, nada interrumpía mi tarea de descubrir el mundo y ser feliz, así que la vida parecía inagotable, los días eran más largos, más brillantes, más intensos, más fríos, o más calurosos. Pasaba tardes eternas disfrutando prodigiosas puestas de sol entre juegos incansables. Los años caminaban lentos y generosos con sus doce copiosos meses, posaban ante mí con calma, con cierta quietud, para ser admirados con detalle en cada cambio de la primavera al invierno. Había temporadas para bailar, para comer pastel, para ver brujas en escobas, para mirar y oler cempasúchil e incienso preguntándome si regresarían los muertos, luego, para romper piñatas, percibir múltiples luces, respirar fragancias y sabores infinitos en casa de la abuela y en las caminatas nocturnas con ella y la familia hacia misa de gallo por las calles repletas de productos navideños, tiempos para reír a carcajadas y para congelarme en paseos familiares matutinos llena de incómodos suéteres. Era el turno de vivir y fantasear plácida e ilimitadamente. En ese periodo paciente y magnánimo, el futuro pintaba exuberante, prometía cambios abundantes y anhelos cumplidos, como el de conocer a mi progenitor y tomar todo lo que él tenía que darme.
Aunque gracias a Dios nunca carecí de alimentos, de techo, de vestido, ni de amor, en mi niñez y adolescencia, hubo restricciones socioeconómicas que obstaculizaban varios de mis sueños, como viajar lejos, cantar, ser actriz, hablar otros idiomas y tener una casa enorme. Me consolaba creyendo que se trataba de circunstancias temporales, ya que yo correspondía a otro entorno, porque tenía un padre apuesto, listo, acaudalado y amoroso que andaba por ahí en algún lugar y pronto vendría a colmarme de más magnificencias.
Me sentía una princesa que había salido de mi reino a vivir ciertas aventuras y que, en cualquier momento, ese reino me recobraría. En cuanto mi padre supiera de mí, me entregaría todo eso que me pertenecía, se desviviría por reivindicarme como su princesa.
Tener un papá adoptivo implicó una gran fortuna que agradezco en lo profundo. Él me brindó sin reparos lo que le fue posible, aunque, como sucede con todos los padres, no resultaba ser total perfección, hubo sucesos difíciles y características suyas que me desagradaban, sólo que yo no las tomaba tan a pecho, pues lo consideraba ajeno a mí, lo percibía como una especie de prótesis cuya función se limitaba a que, desde fuera, yo pareciera parte de una familia completa, así que no podía exigirle demasiado, únicamente recibía lo que él me aportaba, mientras llegaba mi “verdadero” y maravilloso padre.
Mis primeros años fueron muy hermosos al compartirlos con agradables parientes y al disfrutar de una magnífica vida común, y a esto se sumó aquella temprana noticia que me provocaba muchas ilusiones extraordinarias de otras posibilidades.
El tiempo iba transcurriendo y yo soñando. Poco a poco disminuyó la frecuencia con que pensaba en mi papá biológico, pero todavía durante mi adolescencia, al menos una de las doce uvas de cada año nuevo, estaba dedicada a pedir su presencia conmigo, por no decir, la mía en su vida, el lugar que me correspondía en su mundo.
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