Deposité aquella vieja moneda de un peso en la máquina, pulsé un botón. Elegí a mi personaje favorito, sequé mis manos del exceso de sudor y le di un trago a mi té helado kawaii. Volteé a ver a mi rival, un adolescente, que calculo rondaba entre los 15 o 16 años, tenía una seguridad pasmosa. Debo aceptar que logró intimidarme. Era la semifinal del pequeño torneo del videojuego Marvel Vs Capcom, realizado en la Frikiplaza, un edificio de 4 pisos de alto que en su interior resguarda los tesoros más anhelados de muchos geeks, nerds, otakusy demás fauna urbana en la ahora llamada CDMX.
Yo tenía 18 años y era el único "adulto" que logró colarse hasta esa etapa del torneo. No era una sorpresa, pasé casi un año entero visitando esa plaza. Los fines de semana "La Friki" era mi lugar obligado para convivir. Desde mi casa tomaba el RTP al metro Mixcoac, con un presupuesto limitado no me podía dar el lujo de gastar en algo más. Podía pasar hasta media hora sentado en la banqueta, esperando, y en la mayoría de las ocasiones, cuando llegaba al metro, mis amigos ya estaban ahí.
Y aunque no se pueda creer, uno puede pasar desapercibido en esta gran urbe llena de extravagantes ciudadanos. Nunca me pinté el cabello, no me llamaba la atención usar atuendos de alguna serie japonesa y siempre usé audífonos. Simplemente era yo, una mochila desgastada y mis amigos que conocí en aquel trabajo eventual de cada fin de año, dos chicos y una chica disfrutábamos nuestro domingo en los túneles del colectivo. Desde aquella subterránea línea naranja del metro, nos bajábamos en San Juan de Letrán y con cigarro en mano, emprendíamos la caminata hasta aquel recinto lleno de gente y caluroso.
A pesar de ser la "pandilla"inseparable, la realidad es que no había un ritual en el cual permaneciéramos juntos, hasta la fecha, cada persona que va a La Friki la vive de manera diferente. Quedábamos en vernos dos horas más tarde en la parte más alta del lugar, para jugar las famosas maquinitas de un peso. Eso era todo.
Mí recorrido por La Friki no era nada extraordinario, siempre buscaba el local de series de anime, compraba un par de películas japonesas y platicaba un momento con el encargado: que si las ventas estaban bajas, que si las nuevas series no se vendían, que si su hijo ya se había salido de la prepa y que si su esposa lo odiaba. No es que no le hiciera caso, para mí era el trato justo, yo lo escuchaba por un tiempo y el me daba descuentos y estampas gratis.
La plaza en sí misma no te discrimina. Pero las pequeñas tribus que ahí habitan sí. Tan sólo al subir al segundo piso, los torneos de Yu-Gi-Oh o Magic ya representaban un pequeño roce con individuos que se transformaban en generales de estrategia militar, mágica e inofensiva. Aún así, me quedaba un momento solo para observar aquella demostración efusiva de emociones, desde la cara victoriosa y alegre, hasta aquella de decepción y derrota. Sin embargo, las reglas de la guerra en la antigüedad, estaban marcadas por el honor y si la derrota era inminente, ésta era aceptada, en las guerras pintadas por la cultura pop, una derrota resulta más humillante si tu rival era un novato con suerte. Así que las peleas eran comunes cuando ocurría esto. Y las revanchas se pueden describir como: sendas venganzas irracionales que terminaban con cartas rotas, lentes empañados, rostros morados y groserías en japonés. Era el paraíso para mí y disfrutaba cada segundo de ese oasis freak, de ese lugar en el Centro Histórico.
Pero esta historia, no va de una recreación fidedigna de la vida friki. Este sólo es un pequeño contexto para entender, como es que terminé en un torneo de un videojuego en el cual yo era, sin temor a las palabras, patético.
En una de aquellas ocasiones, donde todo parecía ir tan normal, mis amigos y yo acabábamos de llegar al último piso de la plaza, donde el ruido, las pantallas, los colores y las personas se reúnen para jugar, para canalizar sus emociones en un mundo virtual. Ahí estábamos, jugando una partida de King of Fighters, cuando llegaron ellos. Para ser sincero, identificarlos no fue problema, todos portaban una playera con el mismo logo que imitaba el escudo que usaba Gokū en sus batallas, la palabra tortuga en japonés encerrada en un círculo blanco, con un fondo rojo. Una chica que estaba con ellos era “La líder”, la única que usaba una playera morada.
Consentida por los cinco miembros restantes de su cofradía, nos demandó con un tono que pretendía imitar de manera vergonzosa a una chica japonesa y con una pronunciación cursi y molesta, casi grotesca, que nos quitáramos de ahí.
Hasta la fecha no logro entender qué desató el problema. Estaba a punto de retirarme del sitio, cuando mi amiga se paró frente a esta chica y le reprochó su abuso de niña mimada. La reacción fue inmediata, “La líder” tomó a mi amiga del brazo y la jaló hasta la mitad del pasillo, aludiendo en todo momento lo que ya sabíamos de antemano: era su local de maquinitas favorito y el único donde podían tomar cerveza.
El dueño, no hizo más que calmar de manera mediocre el asunto, para él “La líder” y sus secuaces representaban una entrada de dinero importante y nosotros sólo éramos unos fachas que tenían que ajustar su presupuesto para no talonear a personas afuera del metro y así regresar a casa. No pude más. En un arrebato de ridícula bravura, lo único que se me ocurrió en ese momento, fue retar a una partida del videojuego que fuera, al valiente que estuviera dispuesto a quedarse con aquel sitio de sillones pegajosos y olor a humedad. Mis palabras fueron escuchadas. Un adolescente de aquel grupo levantó la mano, la suerte estaba echada.
Aquel episodio daría inicio a una de las leyendas urbanas más conocidas de aquel universo único y contenido en el edificio ubicado en el número nueve de Eje Central. Y cuya batalla seria recordada por todos como: La guerra de los nerds.
Anuar Ricardo, a.k.a. El Peregrino Geek
Actor, locutor, gamer y geek
Conductor de La Palestra por Incudeso Radio los jueves a las 5pm
Twitter: @riche2021
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