El lugar intrínseco que por excelencia conforma la ciudad, es sin duda “la calle”. Esta delinea todos aquellos espacios públicos que registran las prácticas, experiencias y demás representaciones que de ellas emanan, la ciudad es entonces, una metáfora orgánica del quehacer colectivo, donde sus creencias e ideologías se manifiestan de manera convincente. [1]
Es así que a través de la urbe podemos observar la percepción que se ha construido a lo largo de la historia en torno a la figura femenina y su relación con los “espacios abiertos”.
La salida y la oscuridad en los espacios urbanos condicionan el trayecto que las mujeres realizan día con día a lo largo del tiempo. Esta idea se reproduce como espiral a través de los mitos, crónicas, relatos urbanos, leyendas y demás tipos de narraciones que podemos encontrar en relación al tema.
Estas descripciones trascienden a lo cotidiano, donde las prácticas femeninas se encuentran representadas por diferentes tipos de vejaciones, provocando con esto una interiorización en el quehacer femenino con respecto a los riesgos a los que se encuentran expuestas al apropiarse de todos aquellos espacios públicos que conforman la ciudad.
La inseguridad, temeridad, peligros e incluso imaginarios maléficos que ponen en riesgo la integridad de las mujeres como es el caso de los feminicidios en el país, son la punta del iceberg cuando de violencia urbana femenina se habla en la metrópoli.
La idea de padecer agorafobia por el hecho de ser mujeres surge de la creencia de no estar preparadas para reaccionar ante dicha libertad, por tal razón las mujeres son catalogadas como histéricas y locas, condición que estigmatiza al género femenino.
Desde pasajes bíblicos donde la mujer de Lot, “Edith”, es castigada al ser convertida en figura de sal por desacato, las descripciones del derecho romano donde es permeado el abuso sexual cuando una mujer cruza “sola” un bosque, los rituales de las diferentes culturas occidentalizadas donde la mujer es “cargada” a la hora de entrar a su nuevo hogar, incluso las investigaciones acerca de los medios de transporte urbano, donde el servicio de “taxi” es mayormente ocupado por mujeres, simbolizan la inmovilización que han querido mantener ante el género femenino y su relación con la ciudad.
Todos estos discursos se viralizan y ejecutan la ideología de sometimiento femenino ante el espacio público, teniendo un impacto totalmente negativo para con las mujeres.
Cuando no se logra inmovilizar al género femenino de “manera sutil” ante los espacios abiertos, el castigo es naturalizado a partir de la cultura establecida de cada territorio, se permea la violencia establecida contra las mujeres ante los espacios abiertos conformados en las ciudades.
Esta permeabilidad se refleja en los relatos urbanos actuales, donde los retratos de aquellas narraciones monstruosas que imaginamos en historias antiguas, se hacen presentes a partir de los acosos callejeros, abusos sexuales en el trasporte público y la vía pública, los altos niveles de violaciones en la ciudad y asesinatos de mujeres por su condición de género.
Sin embargo, la inmovilidad femenina también ha sido repelada mediante diferentes arquetipos que han surgido a través del tiempo, por ejemplo: la bruja. Una mujer que en plena Edad Media rompe los estereotipos de vida cotidiana, en la cual la salida, el volar y la independencia que ejerce la bruja al realizar su día a día, coincide con muchas de las actividades que realizan diferentes tipos de mujeres en la actual Ciudad de México, el país e incluso el mundo.
Esta paradoja donde la vida/muerte, noche/día, salida/encierro, público/privado, son parte de la construcción de un escenario donde la colectividad representa la complejidad del tejido social, en la cual no cabe duda que, sin importar edad, etnia, nivel socioeconómico y diversidad femenina, el espacio público y la oscuridad mantienen un código establecido en el quehacer femenino en la ciudad.
Lola Alderete
Ciudad de México, México
[1] FOTO: Nacho López, “Cuando una mujer guapa parte plaza en Madero”, 1950.
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