Para: Gina Q.
“Que también ama estas montañas”
Conocí a Simone en el barrio “El Poblado” de Medellín. Ya tenía la sensación de haber estado allí antes; tuve ese momentáneo sabor en la boca, esa ligera sensación. No sé de donde arrastré aquel lastre: un fogonazo que emergió al instante en los luminosos recovecos de la memoria. Una mueca de las paredes signada entre las sienes. El signo de un presagio que vuela de tumbo en tumbo entre las corrientes subrepticias de la cabeza. Y por fin se descifra en el último instante, como la luz de un rayo de atraviesa prístino y fulgurante. Ese destello oprimió mi ser por los pliegues más íntimos: afuera nada ocurría.
Las cartas del naipe estaban jugadas para el lado del tedio. Eso me suponía, otro fin de semana en el calendario. Lo único que buscaba era atravesar de alguna manera ese escollo tedioso del tiempo. Me quedé en penumbras, dejándome arrastrar por la corriente: pensativo y atento. El viento era una señal, tal vez la única. Me quedé husmeando al fin, el olor de aquellas corrientes encontradas. Me llamaron para dictar una clase de matemáticas, o de física o ya no sé de qué diablos. Pero de la villa y de su pesado andar quise desasirme y echar a andar: romper amarras. Que el vaivén de la aventura me envolviera en sus arcanos. Viejo refugio de un maldito idiota, que desata y da vuelo a sus convicciones más temerarias.
Deseché la opción de un poco de dinero, y partí.
El transcurso, aunque novedoso como todo viaje fue una procesión de sitios reiterados; sitios que vuelven porque anidan en algún espacio de nuestro cuerpo. El camino se me hizo así, un enjambre, un aluvión de recuerdos. Una novedad asida, domesticada una y otra vez. Un suceso viejo, tarado, corroído por la manipulación. Degradado por el comercio y aún por el manoseo continuo. Pues durante largos años recorrí la subida por Guarne al alto de la Sierra. Su virgen marcaba la puerta de la cuidad de los pujantes antioqueños. La cuidad de la eterna primavera: la tasita de té.
De allí en adelante bajaban los buses y los carros, calentando ruedas y haciendo chirriar las llantas. La pendiente… La pendiente… Copacabana y su monumento insulso a una raza de arrieros y de colonizadores. Advertía yo en el alma de los antioqueños un machete y un caballo. Y esa rúbrica, esa corona de laureles, se asomaba en la alcurnia de sus corrompidos políticos y dirigentes. Veía el machete forcejeando en las portones de las universidades de la cuidad, en sus cafés de mala muerte y en los de Estrato Seis. En el metro, en las comunas, en las lucecitas que se encienden por doquier en cada atardecer en el Valle del Aburrá. En la Oriental, en el Centro, en sus edificios. Principalmente en el Coltejer, de él pende una gran macheta de doble filo, que representa el bifronte de la raza: con ansia de dinero volando hacia el futuro y el progreso; y en el anverso enterrado hasta las fauces en las sucias aguas de la mojigatería y de la escolástica medieval. Así se propagaron otrora como virus llenando de café, el espeso boscaje hasta el departamento de Caldas, del Quindío y de Risaralda. Hoy como si defecaran en el aire y lo volvieran una letrina que mece el valle de cabo a rabo enarbolan sus emblemas, los mismos signos.
Con el hacha, o la macheta o la Hattori Hanzo entre sus manos llegue pensando en esta esquina del planeta, en este pueblo perdido entre las montañas.
El transito por el calor insoportable, respirando smog y un poquito de aire lleno de mierda. Así llegue a un apartamento ubicado a un costado de la Universidad Bolivariana. El acompañante de Simone encendió de timbales la atmósfera. Arremetían en bocanadas endiabladas contra la contaminación y el calor. Se colaban por los poros y por los pliegues del alma. Truculenta descarga, de un momento al otro: jazz, acid jazz, pianos, trompetas y campanas, descarga y luego otra… Que llegaban a dormir hasta lo alto del frondoso penacho de los gigantescos árboles que se unían con los del campus universitario.
Fue creciendo el bochorno, la algarabía y el consumo de cerveza. Salimos luego en busca de aguardiente antioqueño. Más sopor, bailanga y los grupos de vallenato que esperaban en las aceras de los negocios. La Setenta expiraba en su último estertor, tras un monótono acorde de cortinas metálicas que se cerraban. Los grupos vallenatos hacían su agosto, nosotros sucumbíamos a la magia de la noche entre una copita y otra ¡Aaayy ommmbe¡ …
Hasta un gringo de cuyo nombre no puedo acordarme engrosó las filas de la patrulla cumbiambera. ¡Que vaya por los cigarrillitos, que traiga más politas, que en la esquina tal¡
Todo en crecendo de timbal, de maracas y de clave, de trompetas… la noche se hizo una con la salsa. Yo sucumbí a sus encantos… Simone qué prodigios, qué demasías, qué pecados en el cuerpo del otro no expiamos. Como un oasis que es ofrendado a dos locos perdidos en el desierto. Sucumbimos a la exaltación de la música, del calor, de los sentidos: entramos raudos por los caudalosos ríos de la lujuria.
Hoy desde mi habitación llena de escarcha, de soledad y de fantasmas te escribo estas líneas. Desde el Sur, desde la Santa María de los Buenos Aires, en este invierno del 2020. Desde la tierra del tango y los bandoneones; del asado, del futbol y de los metafísicos. Por las sendas del Sur corren furtivos estos versos –que ojalá te lleguen al corazón como un homenaje de aquellos días de exuberancia y felicidad-. Senda que horadan pertinaz la penumbra de la lejanía y los abismos de la distancia. Versos que expían una alegría, un gesto, un beso, por las coordenadas del Valle putrefacto que llenó esta a la vez añoranzas y de ensueños.
Noks: soñador de atardeceres
Sergio Andres Giraldo Zuluaica
Marinilla, Antioquia
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