Segunda entrega. “Aquí me tocó la epidemia”*
Día 1- Había leído aquello de que los roedores piden auxilio antes de morir, pero no lo había presenciado o siquiera lo había escuchado como anécdota de alguien a quien yo conociera, aquí no necesito escucharlo, la ciudad me recibió con esta postal de un par de ratas viniendo a arremolinarse ante mis pies mientras tomaba un café, chillaban mientras se retorcían y no pude hacer nada por ellas, ya estaban condenadas. Un comensal, a dos mesas me dijo: “No se preocupe, son sólo ratas”. Además de explicarme amablemente que es una escena cada vez más rara en la ciudad, que incluso le sorprendía ver ratas a estas alturas, después de decirme que la enfermedad se ha llevado a todas, me dijo, “lo que pasa es que usted debe tener ese imán para los animales, les ha caído bien para morir en compañía humana”. No supe qué responder y me refugié en el amable gesto de levantar mi taza de café. Inmediatamente después, me alojé en el Grand Marais, lugar en donde escribo ahora, un hotel emblemático porque se sitúa en una calle, si bien no de las principales, sí es un buen lugar para que la vista sea majestuosa, desde mi ventana se ve el Mediterráneo, tras el cual, me gusta imaginar que está esa reconocida costa que llaman Cannes. Cuando uno dice “Cannes”, uno se imagina el glamour y el desfile de grandes marcas y mentes dedicadas al cine, en una suave alfombra roja y demás fantasías, pero acá es diferente, la gente se mueve sencilla, para estas fechas, la pesadumbre ya no se nota, cada persona que topé en la calle ha perdido a alguien querido, si no es que a más de uno, o se ha quedado solo, pero repito, es tan cotidiano que ya no se nota.
A pesar de todo, hay amabilidad y la calidez de lo que luego se llamará “tercer mundo”, en el caso de Orán, quizá se deba a su influencia islámica combinada con lo que después serían los arribos de gente de Alicante, España; esta combinación me suena familiar, en fin, el recepcionista me debió confundir con personal de la salud o algo así, me comentó que “un colega suyo”, así dijo, regresaba a la ciudad cuando todo comenzó y que seguramente me alegraría de contar con el médico más hábil de todo Orán, el doctor Rieux. Mañana me encontraré con Rambert, se puede decir que si tengo algún colega aquí, él sería lo más parecido a uno. No quiero dejar la nota del día uno sin antes plasmar lo que me impresionó de las pocas conversaciones de hoy, la superstición no se va con el tiempo, al contrario, es algo que se va agravando.
Día 2- Como es normal en contingencias como ésta, en las ciudades europeas (Nota del Traductor: está hablando de la Europa de los Siglos XX, XIX y anteriores), la ciudad está sitiada, pero la vida adentro fluye con una extraña normalidad, los restoranes se atiborran a medio día y la comida es buena, hasta donde va permitiendo la calidad de lo almacenado, las porciones y la frescura de las mismas bajan conforme vamos fumando el calendario. En estas circunstancias, me conformo con invitarle a Rambert un café, cuyo sabor no varía tanto como con otros alimentos. El pan es bueno. Rambert es un periodista (“journaliste” en francés, diferente a cronista) que quedó aquí debido a la epidemia, me cuenta que es parisino, yo le hablo en mal francés y él casi me descubre, creo que no lo hizo porque me adapto bien a este acento que se asemeja al creole que Argelia comparte con otras ocupaciones francesas. También me comparte que su mujer se quedó en Francia y que las autoridades le negaron la salida de la ciudad porque no ha demostrado merecerlo, así que me cuenta su próximo plan de escape. Todos los que nos dedicamos a documentar algo tenemos nuestras propias obsesiones, la mía, el de ver la superstición en este lugar. Le comparto mi obsesión a Rambert, me intercambia unas sonrisas y apreciaciones al respecto, no le puedo adivinar obsesiones, supongo que su mente está ya en otro lado, quizá en esa Francia que como país no sabe los detalles de lo que pasa aquí, quizá a nadie más que a su mujer le importe lo que pase aquí en Orán. Nos despedimos, le he deseado suerte con un par de cigarrillos que traía, de todos modos es un hábito que deseo dejar.
Día 4- No encuentro mayor fuente de superstición que en donde están cerca las religiones, y Argelia no debe estar escasa de aquello, con ese sincretismo entre lo islámico, lo católico y las religiones antiguas bereberes, insisto, combinación trina que me suena familiar. Ayer dirigí mis pasos a la iglesia de Saint-Louis, me entrevisté con el cardenal, quien me dijo que está al tanto de las noticias que vienen de afuera de la ciudad, tanto de Argelia, como de Europa y por supuesto, del Vaticano, y de los informes de las catedrales y capillas en toda la ciudad. Nunca imaginé que los jerarcas eclesiásticos les preocupasen las creencias exacerbadas: “figúrese, en una iglesia cerca de aquí, un padre está dejando circular rumores de que esta pandemia* la podemos combatir a base de rezar sin parar y dejando todo a Dios, no cabe duda de que eso no ayuda, necesitamos fomentar la unión (lo que en otros tiempos llamarán “tejido social”), frenar concupiscencia y fomentar los valores de la comunidad (o como se dirá, volver a lo colectivo en vez de lo individual), las mejoras no se van a dar solas, tenemos que tomar acción en esto y no dejar llevarnos por las distracciones mundanas, <ayúdense, que yo los ayudaré>”. Se refería a Paneloux, había escuchado de él gracias al periodista Rambert. Las autoridades islámicas también están al tanto de lo que ocurre con otros sistemas espirituales y también muestran preocupación por las malas actuaciones de Paneloux, quien pidió un rezo y desapareció un tiempo; hoy por ejemplo, me quise reunir con el patriarca de la hermosa mezquita del Hassan Basha, pero conseguí solamente conversar con el imán del día, es decir, el líder de oración. Me dijo que “en el fondo, todos somos lo mismo, rezamos porque nos aterramos ante lo desconocido, nos aferramos a lo que <eternamente siempre ha sido>, las pandemias* no cambian a la gente, sólo hace que salgan de ellas lo que siempre ha existido en ellas, como las ratas, que salieron, hicieron lo suyo y se fueron, así lo hacen las podredumbres del ser humano justo en este momento, así que reza, reza para que todo eso salga, haga lo suyo y se vaya”. Vaya, qué extraña invitación de conversión, hasta las religiones cambian protocolos en tiempos como este.
Día 5- Esta epidemia* deja ver también que cuando se descolocan los “arriba y abajo” en una sociedad, hay una unión que se siente quebrantable, es como un raro estado de “nueva normalidad” que todos saben que se romperá apenas los de arriba puedan subir y los de abajo no puedan, por decirlo de alguna manera. El sitio de la ciudad hace que todos seamos “los de abajo”, los apestados. En definitiva, no se puede decir que haya carencia aquí, la gente sigue yendo al cine, se sigue presentando teatro, los restoranes siguen llenos, el dinero no cesa de cambiar de manos, pero eso no es suficiente para que la gente sonría, hace mucho que no se ve a alguien en la calle siquiera levantar el mentón, eso me lo hizo notar un hombre bueno, que me pidió no dar su nombre, me pidió consejo de cómo comenzar un libro, era una escena de un caballo en galope, algo obsesivo. Benditos sean aquellos que en tiempos como los que la ciudad está pasando puedan dedicarse a lo suyo como si nada pasara.
Día 6- Así como en estas tierras pasaran árabes, islámicos y franceses, los originarios (nota del traductor: la palabra original era “aborígenes”, pero depende en qué época se lea, esto puede resultar ofensivo) bereberes recibieron en 1505 a las expediciones españolas, apenas 13 años después de la llegada de Colón a otras costas – ¡eureka!, por eso el sincretismo se me hacía conocido- con sus lógicas consecuencias: la ciudad fue devastada, luego abandonada y luego habitada nuevamente. Estamos ante otro tipo de devastación, la de la epidemia*. Que recuerde esa mezcla de culturas no es casual, y hablando de casualidades, las obsesiones se manifiestan en el momento en que uno ya no las busca. El día de hoy se me acercó una gitana e insistió en leerme la mano, la dejé hacerlo porque la gente tiene que seguir lo suyo, aunque lo que haga no tenga sentido en circunstancias especiales, tiene que seguir haciéndolo. No sólo es el sustento diario, es el pan de la autoafirmación. El hecho de que sea una quiromante la que intente continuar una práctica que no tiene sentido encierra en sí una paradoja. El espíritu de la superstición es el de darle un sentido a la existencia, adivinar ese sentido a futuro es el siguiente paso lógico, todo esto mediante ver los significados en cada señal, por pequeña que sea, como la raya de una mano, pero, ¿qué tal que para esta pandemia* no hay sentido?, ¿qué tal si en realidad no hay sentido de nada en la vida? y uno buscando señales y significados en donde no hay nada. ¿No es hermoso que una psíquica busque con desesperación el sentido de su trabajo propinando sentido en una ciudad donde ya nada tiene sentido?
Día 7- Desde el Grand Marais empaco mis artefactos con cierta tristeza, probablemente contagiado por la pesadumbre de la nueva cotidianeidad extendida por casi un año aquí en Orán, una “crisis” que se extiende un año no es una “crisis”, es un nuevo orden, me digo, así como un resfriado repetido no es tan atípico. Tal vez mi tristeza se deba a dejar a todas estas personas con las que he entablado ciertos lazos, ellos son muy cálidos, casi caribeños. Me da también un poco de culpa dejarlos sin poder advertirles – por ética de mi profesión transdimensional – que pronto la pandemia* se irá, pero poco a poco, con subidas intermedias de casos, y sin poder advertirles que nada de lo que han hecho ha servido, ni rezos, ni quema de cadáveres, ni la higiene obsesiva, aunque rudimentaria para mí. Todo sigue su propio cause y lo único que tenemos probado en la historia es la bendición de la cuarentena, que llegó gracias a que podemos organizarnos en conjunto.
Mi encuentro con el famoso Dr. Bernard Rieux fue breve. Mientras tomada despacio mi último café en la avenida principal de la ciudad, un ritual imprescindible para mí, para saborear el último sorbo de una ciudad, un hombre a mi espalda, mientras escribía decía en voz alta algo de un bacilo que no se va, que puede estar guardado allí en cualquier parte y por siglos, siempre esperando que lance a las ratas a infectarlo todo, o algo así. No pude hacer nada por ellos, en cierto modo, ya estaban condenados.
Gracias, Orán.
*Nota del Traductor: cambié la palabra “peste” por “epidemia” o “pandemia”. Deduzco a partir de los registros históricos que debido a que lo leerán en el segundo decenio del Siglo XXI, “epidemia” y “pandemia” pueden ser unas palabras más cercanas, aunque “peste” sea una enfermedad específica.
Traducción al castellano adecuado al segundo decenio del S. XXI por Cesar Uribe.
Primera entrega: Sarce, el cronista transdimensional: Weimar
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